¿Quien es Antonio Burgueño Carbonell?

 

Quienes hayan llegado a este punto y leído mis primeros artículos, posiblemente habrán accedido a Google para identificar a este modesto médico que se atribuye capacidades para generar una admonición sobre el “sagrado” sistema de salud.

Y, hoy no pretendo, convencer al lector de que en lo que me guste, sea fiel convencido , para tratar de corregir aquello que pueda lesionarme. Y no pretendo , ni lo uno , ni lo otro.

Sí pretendo decirme a mí mismo y al que me lee que soy médico. Que lo soy desde que me conozco, es decir desde que con cinco años estuve nueve días sin orinar, por una nefritis y una complicación de una escarlatina. Que era el año 1947 y por lo tanto, tengo cumplidos los ochenta, años que llevo envidiando a quien escribió “El mundo visto a los ochenta años” 

¡Ah! Sí, soy un gran envidioso de aquellos a quien quiero, o he querido y admirado en general por mí pasión hacia la medicina. A ellos, a mis maestros, desde los de mi pueblo los primeros y los del Hospital Clínico de Madrid después, Casas, Salmerón, Jiménez Diaz,  y  muchos más coetáneos, como Orejas, Álvarez “el camborio y muchos más que, o son más listos o han estudiado más que yo. Y por eso me permito denunciarles mi envidia junto a mí admiración y amistad.

No fue la nefritis la que me encaminó, sino el trabajo de quién durante meses me hacía los análisis de orina en la farmacia en la que mi padre era mancebo. Él sabía calentar el tubo de ensayo y sacar esa “nubecilla” a la que después echaba unas gotitas para saber decirme, “ya no tienes albúmina… ¡al colegio!”. Mi padre que se había pasado la guerra en el Frente de Sanidad en Madrid, y cosía mis descalabraduras, fue sin pretenderlo el germen de mi pasión junto a Don Florentino el médico de amigo mi padre en Mora (Toledo), mi pueblo.

Por eso yo siempre quise ser médico de mi pueblo, y aunque lo fui y lo hice muy bien en Casarrubios del Monte, en Paracuellos de Jiloca y en Calatayud, mi “pasión” cada día más desordenada y permanente insatisfecha me condujo a muchos caminos , todos ellos vividos, ya sin poder ser tan pretencioso cómo en los años de médico de pueblo.

He pasado tres epidemias activamente como médico.

La primera en el año 1972, la del “colera” en Aragón cómo médico de pueblo y del Ejército del Aire en Calatayud. En ella, los médicos palmábamos el abdomen a nuestros enfermos para diagnosticar su diarrea, sin ningún temor a los contagios, yendo de casa en casa. Al llegar a la nuestra nos metíamos en una plataforma de lejía hasta la ducha donde dejábamos nuestra ropa lavando para ponernos una nueva.

Aquellos enfermos que en su pérdida acuosa se quedaban con ronquera por sequedad de las cuerdas vocales, necesitaban hasta veinte litros al día perfundidos por goteo y con cloro y potasio. Una noche tuve que atravesar el paso a nivel del ferrocarril de Madrid – Zaragoza cinco veces, esperando a que el guardavía me levantara la barrera, porque para dormir, la dejaba puesta.

La segunda epidemia, nueve años más tarde, no lo fue en estricto rigor científico, pero se comportó como tal, al menos por unos días. Fue el llamado Síndrome Tóxico, de tan mal recuerdo para algunos enfermos que aún mantienen sus secuelas.

Por entonces ya había dado un giro mi vida profesional. Ya estaba en Madrid, era Médico del Hospital del Aire, me había hecho Internista, en ese magnifico Hospital y en el Clínico.

Había pasado de ser Médico de la Seguridad Social durante algunos años en San Blas, atendiendo diez o quince avisos los peores días y no menos de cuatro los buenos y una consulta de tres a cuatro horas (algún día podré contar cómo conseguía aumentar las dos horas preceptivas para conseguir escuchar a los sesenta enfermos que cada día iban a ser atendidos por m)í. Por suerte, conseguí entrar en la Colaboradora de Banesto, y seguir siendo médico de un gran número de familias de una zona de Madrid, con sus avisos y su Consulta. Y después concentrar los enfermos en una Clínica llamada Covesa, de la que el Banco era accionista principal y que acabé dirigiendo.

Desde el día diez de mayo (de qué año?), venían aumentando el número de enfermos en Madrid y algunas zonas de alrededor, aquejados de un Síndrome que a los primeros que lo interpretaron les parecía infeccioso. Afectación pulmonar en horas que requería intubación. Gran afectación vascular y choque consecuente que terminaba en muerte en una proporción no desdeñable. Y los que superaban esa fase empezaban a tener secuelas nerviosas y musculo esqueléticas.

Sin saber mucho de la enfermedad, ingresó en la Clínica Covesa un enfermo procedente de Torrejón. Piel enrojecida y con picores por el cuerpo, inquieto, y angustiado porque le faltaba el aire. Y una placa de tórax con los pulmones blancos, con edema, exudado de agua inflamatoria. Ingresa en la UCI. El Dr. Pedrosa, radiólogo de la Clínica, padre de la Radiología moderna de España, me grita “Burgueño, agua. Y esto es lo que dicen que es una Neumonía Atípica. Pues cortisona a tope y a intubar al joven paciente”.

Nuestra entrada en la “epidemia” fue de lo más  incidental; entraba de guardia el Dr. Juan Casado, pediatra insigne del Niño Jesús. “Burgueño, eso se come” me dice. “Nosotros tenemos una niña que come papillas y su madre le rocía un aceite y tiene la enfermedad. El Dr. Tabuenca lo ha contado en el Ministerio y no convence”, añadió. “Pues si es el aceite los de mi pueblo saben qué es” le dije. Los de Mora son los que más entienden de aceite y de romanas. A la mañana siguiente mi osadía, siempre envuelta en mi desbocada pasión, me llevó al  Ministerio de Sanidad, que ya había empezado a hablar de una botellas de cinco litros de aceite de colza adulterado.

No sé si tendré ocasión de contar este episodio con la largura que merece, pero será necesario porque esclarece el rol del político ante una epidemia. Claro que en la joven democracia española, asumir un papel que no le correspondía, le costó el cargo al ministro Sancho Rof. ¡Tiempos aquellos, tan distantes y tan distintos!.

Mi tercera vivencia epidémica, ya ha sido calificada de Pandemia. Y en realidad debería haberla vivido de paciente exclusivamente. Pero una vez más mi pasión, ya elevada al colmo de la osadía, me ha hecho vivirla con más dramatismo. Y esa ya me coloca en ese infierno, quizás mejor llamado “purgatorio”, de los datos del “Google”, al que yo recurro.

Sigo recibiendo mi New England, desde los años de estudiante. El día siete de enero, del año 2020, mientras se retiraban los Reyes de sus cabalgatas, leía en sus páginas la afiliación del virus que todavía se asociaba con Wuhan y su peculiar descripción  ultramicroscópica. Ya me había dado la lata el H1N1, para ir a ver su gravedad hasta en el invierno austral, porque en España se nos había yugulado el brote en la llegada del calor, en el año 2009, de ese virus respiratorio sin llegar a darnos los grandes problemas que acarreaba en las UCI.

Mi vivencia de la Pandemia fue de trascendencia social el día diez, once y hasta el catorce de marzo del año 2020 y eso el lector lo ha encontrado en la citada biblioteca: Y a partir de ahí, mi pasión, por ver enfermos en su lecho de aquellos amigos que me decían , tengo fiebre tos y me encuentro muy mal. Pues voy a verte, con mi bata y mis guantes  y mi mascarilla y mi fonendo. Claro, está de médico apasionado y osado.  Y , como era de esperar de enfermo, riguroso y obediente.

Pero, ya en este brote, me estrené de un oficio fundamental como es el de comunicar a la población desde un púlpito, al que  me invitó Julio Ariza, en un programa de televisión de la cadena El Toro Tv.

Mis ganas de comunicar me acompañan desde siempre. En el Periódico YA de los años 70 del siglo pasado, ya había escrito varios Capítulos de la Reforma Sanitaria que entonces preveíamos necesaria. Y no he dejado de escribir donde admiten mis ideas.

Estimado lector, si ha llegado hasta aquí, quédese con lo que le parezca, pero esto que he escrito para que pueda indagar sobre mis motivaciones no lo verá en el Google, al menos hasta hoy. Pretendo, emulando a Miguel de Unamuno con modestia, unir fuerzas para ir a abrir el sepulcro de Don Quijote, y lanzarnos a reconstruir el Sistema de Salud de España, y para ello hemos de contar con la sociedad y con los profesionales de la Sanidad, con las enfermeras, con los médicos, con los farmacéuticos y con todo aquel que crea que lo esencial es recuperar la relación con el enfermo, como base de los pilares de su diagnóstico y su curación.

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