IRONIAS Y CRÍTICAS LITERARIAS SOBRE LOS MÉDICOS

El médico ha sido diana de multitud de ironías y sátiras, burlas y diatribas de todo tipo que nuestros colegas aceptan con mayor o menor resignación. Diversos escritores en lengua hispana han encontrado inspiración en los médicos y su labor para hacerles objeto de diatriba y sarcasmos de todo tipo, aunque esta actitud suela suavizarse cuando el interesado necesita de ayuda en su deteriorada salud pues ante la debilidad que supone la enfermedad, el paciente busca ayuda olvidando críticas e invectivas pasadas o presentes dedicadas a los galenos. En España, diversos escritores tuvieron formación médica. Ejemplo de ellos son Mateo Alemán, Jerónimo de Alcalá Yáñez y Ribera, Carlos García, López de Úbeda o Diego de Torres Villarroel.

Ya Miguel de Cervantes (1547-1616), en el Quijote, narra las desventuras de Sancho Panza a manos del doctor Pedro Recio de Agüero, que le prohibía comer los manjares que se ofrecían a sus ojos. Francisco de Quevedo (1580-1645), por su parte, escribía que

matan los médicos y viven de matar, y la queja cae sobre la dolencia”.

O que:

…los médicos matan; son asesinos legales. Emplean una jerga que nadie puede entender para hablar de las cosas más sencillas y así impresionan al enfermo que se deja engañar”.

El dramaturgo francés Molière (1622-1673), en “Le médecin malgré lui”, demuestra su desprecio por la medicina, y definía al médico como “un ser que disparata a la cabecera del enfermo hasta que la medicina le mata o la naturaleza le cura”. Luego, en el “Diente del Parnaso” el escritor del Siglo de Oro, Juan del Valle Caviedes (1645-1698), llamado el “poeta de la Ribera” o el “Quevedo peruano”, escribía de sí en la Lima que le tocó vivir: “Guerras físicas, proezas medicinales, hazañas de ignorancia, sacadas a la luz por don Juan de Caviedes, enfermo que milagrosamente escapó de los errores de los médicos por la protección del glorioso San Roque, abogado contra los médicos o contra la peste, que tanto mata. Dedícalo su autor a la Muerte, emperatriz de médicos, a cuyo augusto cetro le feudan vidas y tributan saludes en el tesoro de muertos y enfermos”. Juan del Valle Caviedes, que fue autor de un sabroso coloquio entre la Muerte y un doctor moribundo, dedica en su obra otras lindezas a los médicos como:

…quiso la desgracia

que me diera un romadizo;

y un médico a dos visitas

lo convirtió en Tabardillo”

o:

Hombres, mirad lo que hacéis!

huid de médicos malditos

y así no os pondrán los huesos

como yo tengo los míos”

o bien:

Un emplasto de doctores

me apliqué en una rabiosa

hipocondría, y sané

con reírme de sus cosas”

En esta visión catastrófica de la labor médica insistió más tarde el ya citado salmantino Diego de Torres Villarroel (1694-1770) -que llamaba a los médicos “puercos de la manada de Epicuro”- cuando escribía en “Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte”:

Aunque me ha dado la fortuna muchas coces, y ya ha empezado a descuadernarse el libro de la vida, nunca he querido llamar al diablo, porque sólo con el pensamiento se me chamusca la melena, y todo me hiede a azufre; ni tampoco al médico, porque luego que lo imagino, empiezo a horrorizarme, y me huele el cuerpo a cera y la camisa a cerote. Para morirme no he menester a ninguno; y aunque nunca me he muerto, lo juzgo por cosa fácil. Y si acaso los hubiera de llamar a los esfuerzos del uso o instancias de la necia piedad, nunca permitiera a muchos; sino a uno, y que fuera cualquiera, porque cualquiera de ellos es cualquiera”.

Llegado el siglo XIX y en el Perú, el poeta Carlos Augusto Salaverry (1830-1891) terminaba uno de sus textos:

…Vanamente a los médicos ocurro…

¡Me matan, me asesinan los protervos!

¡Padre Adán! Si esta cría multiplicas,

¿médicos para qué, y a qué boticas?”

También en el Perú Ramón Rojas y Cañas (1830-1881) había dedicado sarcasmos varios a médicos y curas, describiendo a médicos

recetando remedios que no sirven (baños de afrecho), cobrando a los tristes deudos del difunto sin haber hecho nada o pasando a otro médico al enfermo grave para que no se desacrediten al morir su paciente, o engañando con soliloquios de entremés.

Ahora bien, uno de los más notables escritores del Perú decimonónico, Ricardo Palma (1833-1919), dedicó muchas páginas a ironizar sobre la labor de los médicos a pesar de que su hijo y homónimo era médico y cirujano. Justamente le contaba a su vástago en cierta ocasión acerca de un recién graduado médico, compañero de Ricardo Palma hijo:

Tu amigo Felipe La-Torre ha obtenido ya la patente para poblar cementerios”.

Ricardo Palma, hablando de la muerte de Juan de Barbarán, compañero de Francisco Pizarro, y alcalde de Lima, dice que “murió de médicos y pócimas en 1545”, y del soldado Mancio Sierra de Leguízamo explica que “murió de médicos (o de enfermedad, que da lo mismo)”. Y en el mismo sentido decía de una cierta Consuelo que tenía “ojos de médico, por lo matadores”. O que cierto personaje “murió de viejo y no de médicos”. Sobre la salubridad de ciertas aguas anotaba: “Parece cuento, pero por causa del agua han ido muchos prójimos a ver la cara de Dios sin ayuda de médico ni de boticario”. A la Medicina la describía así: “el empirismo rutinero en estos tiempos se llamaba ciencia médica”. Y cuando contaba que en la limeña Alameda de Acho existió un cuadro que representaba el mundo al revés relataba que en él aparecían “los escolares azotando al dómine; la res desollando al carnicero; el burro arreando al aguador; el reo ahorcando al juez; el escribano huyendo del gatuperio; el usurero haciendo obras de caridad; el moribundo bendiciendo al médico y la medicina, et sic de coeteri”.

Por supuesto, el modo jocoso de referirse a determinadas lesiones o enfermedades caracterizaba también el estilo jacarandoso de Palma. Así, al referirse a uno de los soldados de Diego Centeno dice de él que era “mellado de un ojo y lisiado de una pierna”, y añade, “parecíase a Sancho Panza en lo ruin de la figura”. O, hablando del Hospital de Huamanga apuntaba, aprovechando para meterse también con los escribanos, que “disfruta de la prerrogativa de tener cinco días fijos en el año para que los enfermos que logran la fortuna de morir en uno de ellos vayan derechitos a cielo, sin pasar por más aduanas, salvo que sean escribanos, para los cuales no hay privilegio posible. No hay tradición de que en el cielo haya entrado ninguno de este gremio”.

No me extenderé más por hoy, pero reconozcamos que nuestra profesión ha sido inspiradora de vates y nuestros colegas blanco de literatos, a pesar de que -como subrayaba al principio- basta que llegue la enfermedad para que el enfermo se ponga en las manos de médicos y sanitarios, no vaya a ser…

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