¿Silla o smartphone?
El pasado 6 de febrero conocimos la noticia de que a la aplicación de inteligencia artificial (IA) llamada ChatGPT, aplicación que cualquiera podemos descargar en nuestro smartphone, se le formularon 375 preguntas seleccionadas del Examen de Licencia Médica de los Estados Unidos, USMLE por sus siglas en inglés, que es algo así como el MIR en España.
Para aprobar este examen, cualquier aspirante a médico de EEUU, debe responder correctamente al menos al 60% de las preguntas, calificación que ha superado la aplicación ChatGPT, según el equipo médico que corrigió la prueba, todo ello a pesar de que este software ni ha sido diseñado ex profeso, ni de forma alguna, al igual que ninguno de sus creadores, ha pasado por ninguna facultad de medicina.
Con esta noticia, no sólo vemos el estado actual de desarrollo de la inteligencia artificial -que ya más o menos conocíamos- ni el potencial de que tiene en la medicina -que también- al posibilitar procesar en cuestión de nanosegundos, más datos, vademécums o estadísticas que un equipo formado por decenas o centenares de médicos humanos, sino por lo accesible y económico que puede resultar ésta para el paciente, funcionando las 24 horas y casi gratuitamente en una aplicación de su smartphone o smartwatch,
Por tanto, la pregunta que a mi juicio se suscita es ¿Cuándo reemplazará la inteligencia artificial la atención primaria actual? Y lo grave es que la pregunta no empieza por “si”, sino por “cuando”. Por supuesto la misma pregunta es extensible a la profesión de abogado, que desde hace veinte años ejerce el autor de este artículo, que si bien parecida, la situación no es idéntica.
Durante la crisis sanitaria del Covid-19 se impuso la atención primaria telefónica en la totalidad de CCAA españolas, lo que ha llegado a convertir al facultativo en mero un dispensador telefónico de diagnósticos y recetas, a pacientes a los que no ha visto o incluso en ocasiones, ni tan siquiera escuchado su voz por haber hablado con un familiar.
También con la gestión de esta pandemia o crisis sanitaria del Covid-19, liderada por organizaciones financiadas principalmente por la industria farmacéutica, hemos comprobado hasta qué punto puede eliminarse el criterio del médico y forzarle a aplicar protocolos impuestos desde las denominadas «autoridades sanitarias» como la OMS, protocolos que no siempre han sido compartido por el propio facultativo.
Si aceptamos una atención primaria en que no se mire a los ojos del paciente, sólo es cuestión de tiempo que el médico que está al otro lado del teléfono sea sustituido por una aplicación de inteligencia artificial, que además de funcionar 24 horas prácticamente sin coste, es capaz de hacer un diagnóstico manejando un número muy superior de datos y estadísticas, permanentemente actualizadas en tiempo real, y como colofón, con un solo clic, puede enviar la medicina a casa del paciente, eso sí, del laboratorio patrocinador.
En este diseño resultaría más sustituible el médico que el enfermero
Cuenta la anécdota que cuando preguntaron al insigne doctor Gregorio Marañón, cuál era el avance que consideraba más importante para la medicina, tras meditar por unos instantes y respondió: «La silla; la silla que nos permite sentarnos al lado del paciente, escucharlo y auscultarlo».
Médicos y pacientes debemos preguntarnos qué queremos que defina la atención primaria del futuro; «la silla» o el «smartphone» y no es difícil vaticinar, que la silla estará ocupada por un médico, mientras que el smartphone, más tarde o más temprano, por un software de inteligencia artificial.
Debemos estar atentos a futuros pequeños y sutiles cambios a nivel legislativo, particularmente a nivel deontológico colegial, que vayan propiciando la emisión de diagnósticos o prescripciones sin la intervención directa y personal de un médico y su directa interactuación con el paciente.
En los países o lugares donde se acepten diagnósticos y prescripciones de un software «médico» de inteligencia artificial, podemos aventurar que acabarán imponiéndose versiones o plataformas que estarán patrocinadas, si no directamente desarrolladas, por las Big Pharma o sus mismos fondos accionariales.